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LAS AMAPOLAS DE PARTIA


 © Anastassia Espinel

PRIMERA PARTE

Siempre he dicho que los dioses existen, pero creo que no se ocupan para nada de la suerte de los hombres.
Lucrecio



1


Año 53 a.C.

El día de la batalla de Carras, cuando los astutos partos condujeron a una trampa mortal el ejército del triunviro Marco Craso, fue, sin duda alguna, uno de los más nefastos en toda la historia de Roma. 
En plena primavera asiática, cuando las flamantes amapolas colorearon las infinitas estepas al este del Eufrates, los romanos atravesaron aquel río, adentrándose en el corazón de la misteriosa Asia; pero lo único que encontraron fue un país abandonado. En vez de enfrentar a Craso en un combate cara a cara, los partos se retiraban apresuradamente. Al triunviro no le quedaba ninguna otra cosa que proseguir su marcha por las huellas del enemigo, obligando a los soldados a avanzar cada día más y más.
Mientras tanto, la breve primavera mesopotámica llegó a su fin. El implacable sol de verano abrasó la hierba, eliminó las flores y transformó la estepa en una polvorienta llanura gris donde sobrevivían únicamente las plateadas espigas de espolín y las espinosas bolas de cardo corredor. Cuanto más alto se hallaba el sol, más espesas se levantaban las gigantescas nubes de polvo, a través del cual avanzaba la impedimenta, la caballería y la infantería. El polvo caldeado cubría los rostros, opacaba el brillo de yelmos y armaduras, crujía en los dientes, se metía en los ojos, en la nariz y en los pulmones. El viento casi no soplaba; tanto los hombres como los animales se ahogaban en aquella atmósfera densa y asfixiante. Cuando llegaban a algún pozo, todos se agolpaban en su alrededor, empujándose, blasfemando y haciendo caso omiso a las órdenes de los centuriones. La famosa disciplina romana fallaba ante la implacable naturaleza y los hombres se convertían en animales, peleando por cada trago de la turbia y amarga agua del desierto.
Por fin, tras extenuantes jornadas, cuando se acababa de rebasar la pequeña ciudad de Carras, los exploradores volvieron anhelantes, contando que habían visto a poca distancia un enorme ejército enemigo que avanzaba rápidamente para sorprender a los romanos. Seguramente se habían enterado de que los hombres de Craso estaban cansados y decaídos, pero el triunviro no dudó ni un solo instante para iniciar la batalla sin dejar que el enemigo se escapara otra vez; sentenciando a los romanos a unas nuevas jornadas de marcha a través de las estepas.
Los partos no se hicieron esperar. Pronto la llanura comenzó a llenarse de gritos, a centellear con el resplandor de las armaduras y, en fin, una masa formidable de catafractas cubiertos de hierro se arrojó sobre los romanos. Las cohortes resistieron el choque, los partos se replegaron apresuradamente, desapareciendo tras el horizonte, y Craso se burló de la cobardía de los bárbaros. Por primera vez en todo ese tiempo el triunviro se encontraba de buen humor; pues el tan anhelado triunfo por fin estaba en sus manos. Ansioso en acabar con el enemigo lo antes posible, ordenó a su hijo Publio, quien comandaba la caballería, que tomara consigo mil trescientos jinetes y ocho cohortes de infantería y se lanzara en persecución de los fugitivos.
El joven Craso avanzó rápidamente, pues su infantería, enardecida por la batalla, llevaba casi el mismo paso que los jinetes. Finalmente se alejaron hasta perder completamente el contacto con el grueso de la tropa romana; pero, ajenos a aquel peligro, continuaron con el avance hasta chocar frente a frente con un sólido sostén de arqueros a caballo que les esperaban en una formación perfectamente ordenada. Al mismo tiempo, los fugitivos se detuvieron y, dispersándose por los flancos, también comenzaron a disparar. 
Si Publio Craso hubiera tenido bajo su mando suficientes guerreros expertos y hábiles, la situación aún podría ser salvada. Pero casi todos sus soldados eran reclutas del primer año y los oficiales pertenecían a la juventud dorada de Roma que no poseía conocimiento alguno de la táctica militar de los partos. No pudieron hacer nada frente a aquel implacable enemigo que llegaba al galope disparando andanadas de flechas con mortíferas puntas de tres filos, fabricadas del famoso hierro de Margiana, que causaban heridas espantosas, clavando el escudo al brazo que lo llevaba y el casco a la cabeza. Al comienzo Publio procuraba sostener el valor de sus hombres, diciéndoles que el enemigo agotaría pronto sus flechas pero el carcaj de cada jinete parto parecía realmente inagotable. Finalmente alguien discernió en el horizonte una larga fila de camellos que transportaban un inmenso cargamento de flechas y todos los romanos comprendieron a la vez que esto era el fin.
Desesperado y abatido, el joven Craso trató de reorganizar las filas y realizar un supremo esfuerzo, acercándose al adversario a la distancia del combate cuerpo a cuerpo. Era la única forma de romper aquel círculo fatídico pero los partos no tardaron en adivinar la maniobra del enemigo. Sin dejar de disparar sus mortíferas flechas, se acercaron a los romanos como para trabar combate; más un instante antes del choque frontal que parecía inminente, giraron bruscamente, arrojaron una nueva lluvia de flechas por encima de las grupas de sus monturas que emprendían la retirada, y dando alaridos salvajes, se alejaron para reagruparse y lanzar una nueva acometida, dejando a los romanos confundidos y envueltos en una densa nube de polvo. Repitieron aquella artimaña varias veces seguidas, diezmando las filas enemigas y sin dejarles ninguna posibilidad de salvación.   



2


Entre los caídos en aquel ataque se encontraba el tribuno Cayo Nevio Escauro, un joven de escasos diecinueve años, acentuadas facciones de patricio romano, cabello castaño con reflejos cobrizos y relucientes ojos azul claro. Una mortífera flecha de tres filos dentados se le clavó en el costado derecho, astillándole dos costillas y penetrando en el pulmón. Otras dos flechas tumbaron a su caballo, y Cayo Nevio, arrojado de su silla de montar por una fuerza irresistible, voló en medio de aquel siniestro torbellino de gritos, maldiciones, estertores agónicos, polvo y sangre. Al caer rodando sobre la tierra vio ante sus ojos miles de chispas amarillas, sintió el acre sabor a polvo en su lengua y un dolor insoportable en todo su cuerpo. Lo último que vio fue a un catafracta parto, quien cortó la cabeza al joven Publio Craso y la clavó en la punta de su lanza; luego el mundo se sumergió en una oscuridad impenetrable y sorda.
Recobró la conciencia tan sólo al atardecer, cuando todo había acabado. Lo primero que sintió fue una lacerante punzada en el pecho y un sordo dolor en la pierna izquierda, aplastada por el caballo muerto. Apenas trató de incorporarse, un cruel ataque de tos sacudió todo su cuerpo, obligándole a bajar la cabeza. En cuanto pudo levantarla, vio en el polvoriento suelo una gran mancha de sangre. El horror le oprimió el corazón con unos dedos helados, pero Cayo Nevio tenía tan sólo diecinueve años y sus ganas de vivir eran enormes.
Salió arrastrándose de debajo de su montura, se quitó el pesado yelmo con penacho que oprimía su adolorida cabeza e intentó levantarse pero casi al instante cayó de rodillas, atenazado por aquel dolor que le causaba la flecha profundamente incrustada entre las costillas. El joven trató de arrancarla pero la punta dentada no cedía. Finalmente se limitó con romper el asta casi a la altura de la herida, luego, con sus dedos entumecidos, logró desatar a duras penas las correas que sujetaban su coraza y, liberado de su agobiante peso, respiró a pleno pulmón. Una nueva ola de dolor se derramó dentro de su pecho y una espuma sanguinolenta burbujeó sobre sus labios. Tratando de alejar los presentimientos funestos, Cayo Nevio tapó la herida con un jirón de su túnica, volvió a levantarse y miró en su alrededor.
Lo único que vio eran cadáveres, casi todos despojados de sus armas y otros objetos de valor, amontonados unos sobre otros cual haces de trigo en los campos itálicos a finales de verano, cubiertos de sangre ennegrecida y seca y, como consecuencia inevitable del cálido clima de Mesopotamia, ya comenzaban a exhalar un olor dulzón y nauseabundo. La mayoría de los romanos murieron a causa de los impactos de flechas; algunos mostraban un espantoso tajo en la garganta, una evidencia clara de que los partos estaban apresurados por lo que no querían tomar prisioneros. Era todo un milagro que a Cayo Nevio no lo degollaran como a otros heridos, tal vez, por creerlo muerto. Al parecer, los habitantes del Olimpo estaban del lado del joven tribuno o, al contrario, en su contra, pues en vez de concederle una muerte rápida e indolora lo habían sentenciado a una agonía penosa y larga.
En el momento Cayo Nevio no era capaz de reflexionar sobre su suerte; lo único que deseaba era calmar su sed por lo que se arrastró al azar, esperanzado en encontrar algún riachuelo o simplemente cualquier charco, una tarea difícil en medio de una estepa en pleno verano. Tuvo suerte: apenas dejó atrás el siniestro campo de la muerte, encontró un boscaje donde extendían sus ramas hacia el cielo enormes álamos, olmos y fresnos; se entrelazaban los tallos de pajón, totora, agracejo y regaliz.  Muy pocos hombres se atreverían a penetrar en aquel laberinto de exuberante vegetación, refugio de tigres, leopardos y serpientes, donde casi no penetra la luz del sol y el mismo aire parece exhalar veneno. Sin embargo, Cayo Nevio no vaciló ni un instante: en estas áridas tierras semejante bosque podía crecer únicamente junto al río o alguna otra fuente de agua, y esto era lo único en que pensaba el acalorado cerebro del romano.
Se arrastró a través del matorral, sobre aquella tierra negra y cenagosa, bañado de su propia sangre y sudor, ahogado por el aire tan húmedo y caliente que le hizo recordar el caldarium en las termas romanas. Roma, sus animadas calles y plazas, teatros y circos, la vieja y sólida casa paterna en el Palatino, las alegres veladas con los amigos... ¿Acaso existió alguna vez todo esto? Ahora le parecía que en su vida no hubo nada más que aquel caos de árboles, arbustos y lianas que le cerraban el paso cual filas enemigas, igual de feroces e implacables que los arqueros partos... 
Finalmente, la tenacidad de Cayo Nevio fue premiada. El bosque enraleció y ante los ojos del romano aparecieron un pequeño lago y una huerta en su orilla, donde en medio del denso verdor se escondían numerosos melones, sandías y pepinos. El joven se inclinó sobre la oscura superficie del lago y bebió cuanto pudo, hasta que le dieron ganas de vomitar. Luego llegó a rastras a la huerta y escogió el melón más maduro. Aunque los partos lo habían despojado de su espada y puñal, encontró en la orilla una piedra afilada como una navaja, cortó el melón en varios trozos y los comió lentamente, uno por uno. Luego se acostó sobre la yerba, al amparo de la densa pared de totora, y trató de premeditar sus próximos pasos. 
¿Dónde podría estar ahora Marco Craso con el grueso de su ejército? ¿Esperaría inútilmente el regreso de su hijo o, al perder toda esperanza, emprendería una retirada hacia Carras o cualquier otra ciudad cercana? La muerte del joven Publio puede resultar fatal para el viejo triunviro y, si logra sobrevivirla, con seguridad se sumirá en el desespero y entregará el mando a alguno de sus cuestores, tal vez, a Casio quien siempre sobresalía entre los demás oficiales por su intuición y sentido común. El nuevo comandante probablemente decidirá poner fin a aquella desastrosa campaña, pues ha sido evidente que la legión, arma perfecta contra cualquier enemigo, resulta inútil frente a los impredecibles jinetes partos.
Todo esto significaba que pronto los romanos cruzarían el Eufrates, apresurados en regresar a aquel Oriente helenizado y subyugado, donde no acechaba ningún peligro, mientras Cayo Nevio, herido y desamparado, quedaría completamente solo en aquel país inmenso y hostil, plagado de fieras y de hombres aún más salvajes...
Justo en aquel momento entre los tallos de totora, tan sólo a unos pasos del refugio del romano, se asomó un negro hocico con unos colmillos largos y afilados cual dos espadas. Un enorme jabalí macho aspiró el aire ruidosamente y, sin percibir la presencia del hombre, emitió un gruñido tranquilizador. Varias hembras con numerosas crías salieron de la espesura y se dispersaron por la huerta, partiendo sandías y melones con sus afilados dientes y devorando con evidente placer la jugosa pulpa.
Tras haber dañado una gran parte de la cosecha, la manada se recostó a descansar en la orilla y tan sólo el gran macho permanecía alerta. De pronto sus ojillos se inyectaron de sangre y el pelo en su lomo se erizó. Un enorme felino rojizo, con rayas negras, saltó desde el matorral sobre uno de los jabatos y lo arrastró hacia la espesura en un abrir y cerrar de ojos. Un chillido desgarrador rasgó el silencio del anochecer. Los jabalíes huyeron a la desbandada, abriéndose paso a través de la maleza. Algunos corrieron muy cerca del romano quien parecía petrificado ante el espectáculo sangriento que acababa de contemplar. En los circos había visto semejantes escenas más de una vez pero aquí, a orillas de un lago en pleno corazón de Asia, no existía ninguna barrera protectora que separara las fieras de los espectadores ni tampoco garantía alguna de que Cayo Nevio, un noble ciudadano de Roma, no se convertiría en la próxima víctima de ese mismo tigre. 
¿Cuánto tiempo podría sobrevivir un hombre débil y desarmado, rodeado de tantos depredadores? La huerta era una señal inconfundible de que muy cerca, tal vez, a la otra orilla del lago, se encontraba alguna aldea pero Cayo Nevio preferiría morir en plena soledad en vez de pedir ayuda a los enemigos mortales de Roma. Los bárbaros asiáticos no le ayudarían a volver a la vida con ningún otro propósito que convertirlo en su esclavo y para el orgulloso hijo de Roma esto era peor que la misma muerte... 
La noche envolvía el bosque y el lago con su tupido manto de terciopelo negro, sin luna y sin estrellas.

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